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Opinión

Jan

2018

Mi mala inacción de fin de año

Los carniceros haitianos bajaron la cabeza al escuchar. Seguramente no entienden cada palabra ofensiva, aunque el tono despectivo, burlesco y agresivo no se puede ignorar. Pero eso hicimos todos, ignoramos el atropello: la mayoría de los clientes, gente local y turistas, no somos capaces de convertir nuestra incomodidad en acción. Dejamos que, en la víspera de Navidad, el tipo con su perorata racista descargue en esos trabajadores migrantes todas sus penosas inseguridades.

Ximena Torres Cautivo, periodista y escritora.

No es trivial que más de un tercio de los trabajos periodísticos que fueron seleccionados finalistas en el “Premio Pobre el que no Cambia de Mirada 2017” aborden temas relacionados con la migración. Diez de un total de 28, un tercio. En su mayoría, trabajos televisivos. El premio se otorgará el próximo 12 de enero y es organizado por la Alianza Comunicación y Pobreza, de la cual Hogar de Cristo es fundador.

La situación de los niños del Sename sigue despertando el interés periodístico, tal como sucedió en 2016, año que estuvo marcado por el conocimiento del número de niños y jóvenes muertos en residencias de protección en la última década. En 2016 ése fue el tema más abordado entre los finalistas.

Hoy son los migrantes y sus calvarios, desde los arriesgados cruces por pasos fronterizos no autorizados hasta la usura inmobiliaria de delincuentes que los lleva a vivir en condiciones de hacinamiento e insalubridad inhumanas, pasando por la insensata y dramática muerte de Joane Florvil, la joven madre haitiana que murió tras ser prejuiciosamente acusada de haber abandonado a su pequeña hija, entre otras historias de maltrato, discriminación y crueldad tremendas.

Según datos obtenidos por el Servicio Jesuita a Migrantes, hoy existen 477.553 extranjeros en el país. En los últimos años, la mayoría era peruana, pero crece el ingreso de dominicanos y haitianos. Los segundos tienen la dificultad del idioma, lo que es una valla que multiplica sus problemas de integración social y laboral, y está la otra gran barrera, el color.

Este año he conocido de cerca sus historias. Trabajo en Estación Central, comuna que se ha convertido en un Puerto Príncipe sin el beneficio del mar. Me fascinan el garbo y la belleza de las mujeres de raza negra que caminan sorteando “los eventos” de las veredas y calzadas de estos barrios que conviven con el incesante ir y venir de los buses que salen de los rodoviarios cercanos. Que venden superochos con sombreros alones en las esquinas de General Velásquez, que llevan a sus niños impecablemente vestidos a jugar en el Santuario del Padre Hurtado o toman clases de “chileno” en Fundación Emplea, para insertarse, conseguir trabajos decentes y no ser estafadas por chilenos inescrupulosos o derechamente delincuentes que se aprovechan de la desgracia ajena. Porque los migrantes de los que hablamos son pobres. Vienen en busca de seguridad y mejores condiciones de vida, aunque -debido a nuestra muy mala legislación migratoria- entren como turistas. Como si vinieran de paseo, en viaje de placer.

A fines de noviembre, un centenar de personas que pagaban arriendos desmesurados por espacios exiguos en una suerte de cité frente a la Parroquia Jesús Obrero quedaron en la calle a causa de un incendio. Se les quemó todo: la ropa, sus mínimos enseres y a muchos sus documentos e incluso los ahorros. Una mujer lloraba porque el fajo de billetes donde tenía casi un millón de pesos, todo producto de su trabajo en el tiempo que llevaba en Chile, era unas cenizas humeantes.

Los cinco niños que vivían allí recibían yogurts de manos de empleados municipales, y los adultos, cepillos de dientes y pasta. Casi una ironía de parte de la municipalidad, la misma que permite insensateces como los mal llamados ghettos verticales, que se empinan junto a muchos otros cités como el que se incendió, donde se lucra con la necesidad de un techo de centenares de hombres, mujeres y niños migrantes.

Casi al llegar a La Alameda, por la caletera de General Velásquez, hay varios de esos “negocios”. Uno incluso está montado en lo que hasta hace unos años fue un liceo. Las salas de clases se han dividido en exiguas habitaciones. ¿Estará enterado el alcalde o tendrá la misma laxitud con que se ha ocupado del plano regulador del territorio a su cargo?

Humildad, esfuerzo, ganas de aprender, gratitud, una gran pulcritud, son características evidentes de los migrantes haitianos. Las pudimos comprobar trabajando con ellos en una feria de las pulgas navideña que organizamos a beneficio de los que padecieron el incendio en noviembre. Pero donde las vimos de manera más evidente y dolorosa fue hace unos días en un gran supermercado en Pucón. El balneario lacustre está lleno de trabajadores que hablan creole y son de piel oscura. Se les ve en la construcción y en el comercio.

De los seis dependientes que atienden en la atiborrada sección carnicería el día previo a Navidad, tres son haitianos. Cuando le toca el turno a un chileno que estaba antes que yo, empezó el vergonzante espectáculo. “Menos mal que me va a atender un chileno, porque estos negros son lentos. Flojos, los gallos”, le comenta a voz en cuello a su amigo, otro gañán de similar catadura, buscando la complicidad del dependiente chileno. “Yo prefiero esperar antes que me atiendan estos monos. La otras vez estuve como una hora en la tienda. No sé para qué los dejan entrar”, alega. “Vienen a quitarnos el trabajo a nosotros, a los chilenos”, retruca su amigo, agitando los brazos y contaminando todo con su olor a sudor y su mala onda.

Los carniceros haitianos bajan la cabeza. Seguramente no entienden cada palabra ofensiva, aunque el tono despectivo, burlesco y agresivo no se puede ignorar. Pero eso hacemos todos, ignoramos el atropello: la mayoría de los clientes, gente local y turistas, no somos capaces de convertir nuestra incomodidad en acción. Dejamos que, en la víspera de Navidad, el tipo con su perorata racista descargue en esos trabajadores migrantes todas sus penosas inseguridades.

Desde entonces, sueño con el discurso del párele que no hice y debí hacer, o con las palabras de disculpa a esos haitianos que no ofrecí. Me avergüenza lo que no hice. Purgo aquí mi pésima inacción de fin de año. Y me reto y los invito a todos a ser coherentes en la acción. No sirven los pensamientos inspirados, urgen las acciones coherentes. Sólo así lograremos el verdadero cambio de mirada.